El silencio de la existencia pura
Guy Le Gaufey1
Después de muchos años de leer y comentar a Lacan, uno puede tener ganas, no de hacer un imposible balance, sino de concretar un sentimiento vago que ningún trabajo temático permite aislar bien. Este sentimiento proviene de percepciones muy contradictorias: por un lado, el texto que hoy llamamos “Lacan” se presenta como una teoría muy sofisticada, vuelta aún más universal y árida debido a muchos comentadores (entre los cuales me incluyo); pero, por otro lado, es difícil encontrar en toda la literatura analítica un texto que sea tan abierto como el de Lacan respecto a la singularidad, que cuide tanto el lado existencial del sujeto. Una montaña de saber que, a menudo, casi se prosterna frente a no sé qué no-saber. Y no puedo acabar esta introducción sin precisar que el término “clínica analítica”, tan de moda hoy, no basta para armonizar la tensión presente entre estos dos extremos que se hacen guerra sin merced y, de cierta manera, dividen a la comunidad lacaniana, como también dividen a cada miembro de esa misma comunidad (hablo aquí de una comunidad de referencia, no de amistad ni de acuerdo teórico).
Con la ayuda técnica de una pizca de hegelianismo se podría pensar que la punta viva de lo individual quedase atrapada en las tenazas de la pura construcción simbólica, como una gotita de existencia circulando en las redes apofánticas de la fenomenología de Husserl, por ejemplo. Quizás. No quiero entrar tan rápido en lo que podría pasar por una solución del problema, sino más bien insistir en el drama que tal contradicción constituye para la transmisión del psicoanálisis. Efectivamente, lo que se transmite —si no íntegramente, por lo menos directamente hasta el punto de que la universidad puede hacerlo bien— es lo universal de la teoría. Aquí se encuentra una especie de mecano analítico (y nosográfico, y psicopatológico), que ofrece una serie de figuras pre-construidas, pero que también permite hacer otras construcciones de una manera más o menos divertida, más o menos aguda. Una gran parte de la literatura que se lee en las revistas analíticas consiste en textos de aprendizaje que valen como pruebas de que el autor ha integrado correctamente el lenguaje lacaniano. Esto no es una crítica sino una evaluación de una etapa de la transmisión. Esta etapa consiste principalmente en un esfuerzo de presentación que permite, a lo mejor, alcanzar más claramente un punto dejado oscuro, o mal destacado en Freud o en Lacan.
Un ejemplo ilustre de este esfuerzo de presentación fue el del matemático alemán David Hilbert. Antes de haber hecho algún hallazgo —como lo hizo tantas veces a lo largo de su vida profesional— el joven Hilbert (de veinticinco años) se dio a conocer en la comunidad matemática por su presentación de lo que en aquel entonces se denominaba “el problema de Gordan”. Paul-Albert Gordan —otro matemático alemán mayor que Hilbert— había escrito una demostración muy larga, muy compleja, de más de cuarenta páginas, a propósito del cálculo de los invariantes —obra notable que le valió el título de “rey de los invariantes”. No importa aquí de qué trataban estos invariantes, sino de que Hilbert, atacando de manera totalmente nueva la solución de Gordan, redujo la demostración a cuatro páginas con una claridad de exposición que sorprendió a todos (al punto de servir de modelo para el futuro “Bourbaki”). Sin embargo, la situación quedaba clara: el descubrimiento era de Gordan, no había ninguna duda, pero el arte de su presentación bastó a Hilbert para ser elevado al alto rango de los matemáticos que se perciben a leguas. Si elegí este ejemplo, es en gran parte a causa de un punto clave en el estilo de la presentación de Hilbert, lo que me obliga a entrar un poco más en algunos detalles.
La cuestión planteada por Gordan consistía en saber si existía un sistema finito de lo que se llama “invariantes algébricos”,2 y para saberlo había construido el caso más simple posible, intentando a partir de allí encontrar la solución general del problema, introduciendo progresivamente más y más datos. Cuando el asunto se complicaba, cuando entraban en juego muchas variables y numerosos grupos de transformación, la demostración se volvía muy complicada y casi impenetrable. El sentimiento de que el teorema general era correcto —que el número de invariantes en un grupo dado era finito— se imponía a todos, pero… la demostración propiamente dicha quedaba en espera.
Hilbert abandonó desde el principio esta táctica por algoritmos de complejidad creciente, planteando directamente la cuestión de la “existencia” de una solución al problema; a saber: si de manera más general de la que pudiera imaginarse existía o no tal grupo finito de invariantes en todos los casos —y su demostración establecía que sí, que necesariamente hay tal solución— tal conjunto finito de invariantes siempre tiene que existir so pena de una contradicción fatal. Todo ello sin que se necesitara mostrar un sólo caso existente de tal solución. Desembocaba, con ese estilo de demostración “apagógica” (por lo absurdo), en lo que enseguida se llamó un “teorema de existencia”. Para probar la finitud de la base de un sistema de invariantes, ya no valía la pena construirlo como Gordan y tantos otros se habían esforzado en concebir, y tampoco valía la pena mostrar cómo se podría construir: bastaba con probar que tal base finita tiene que existir, ya que cualquier otra conclusión habría conducido a una contradicción absurda.
El matemático alemán Lindeman consideró este nuevo tipo de demostración “unheimlich”. Gordan, por su parte, replicó: “Das ist nicht Mathematik. Das ist Theologie”.3 ¡A su manera, tenía razón! A falta de una prueba matemática de la existencia de Dios (como la de Anselmo), se podían construir, a partir de ahí, teoremas que atestiguaran la existencia de la solución de ciertos problemas matemáticos sin que fuera necesario exhibir concretamente dicha solución.
Entre la lógicos y matemáticos, hubo muchos que no estuvieron de acuerdo con este tipo de razonamiento, entre otros Gottlob Frege. Intenté reactualizar en La incompletud de lo simbólico4 la disputa, bastante discreta en aquel entonces, entre Frege e Hilbert a propósito de este modo de demostración. Después de haber leído el libro de Hilbert, Los Fundamentos de la geometría, y de haber leído en ese libro que bastaba demostrar la no contradicción de una batería axiomática para saber que existen elementos ordenados por tales axiomas, Frege escribe a Hilbert:
¿Hay otros medios para demostrar la ausencia de contradicción que mostrar un objeto que tiene todas las propiedades descritas? Pero si nos es dado tal objeto, luego ya no hay ninguna necesidad de pasar por una demostración previa de la ausencia de contradicción para demostrar que existe tal objeto.5
Con Freud y Lacan, pareciera que tenemos una pareja teórica casi del tamaño de la de Frege e Hilbert, en la medida en que Freud hizo resaltar ciertos puntos teóricos decisivos gracias a casos individuales como el de la angustia de castración con el Hombre de los lobos o con Juanito, mientras que Lacan se esmeró, por su parte, en producir lo que podemos llamar “teoremas de inexistencia”, a través de la serie de sus “No hay”: no hay metalenguaje, no hay universo del discurso, no hay Otro del Otro, y finalmente y por encima de todos: no hay relación sexual.
Intentaré mostrar el precio que hay que pagar para poder enunciar tales negaciones universales, cosa que empezó con los griegos y su concepto de número “irracional”. Estas no son afirmaciones empíricas. Nadie va a explorar el vasto mundo sin encontrar nunca no sé qué universo del discurso, por ejemplo, hasta el punto de proferir enfáticamente: “No hay universo del discurso”. Ni recorrerá no sé cuantos casos clínicos para concluir: “No hay relación sexual”. Si Lacan pudo arriesgarse a declarar tales enunciados es porque, una vez planteada la no identidad de la letra a sí misma, la no identidad de esta “estructura localizada del significante”, su concepción del significante, lo obligaba a considerar una ausencia del cierre de este conjunto compuesto con “todos” los significantes. Como los “conjuntos que no se pertenecen” de Russell, resulta imposible encerrar los significantes así concebidos en un conjunto. Moraleja: si llamamos a este conjunto “Gran A”, “gran Otro”, tenemos que agregar, luego luego, que tal identidad o “no existe”, o “está tachada”. En pocas palabras: so pena de encontrar nosotros también una contradicción fatal, tenemos que sostener un enunciado negativo prescribiendo la sorprendente inexistencia de lo que nos hemos dado la pena de construir para, casi en el acto, precipitarnos a negar su existencia.
Por supuesto esta destrucción, o deconstrucción, tiene consecuencias decisivas en la continuación de la teoría, así como también en las articulaciones claves de la práctica y de la ética analítica, hasta el punto de que se puede preguntar a veces si este resultado no ha sido una meta desde el inicio, una especie de blanco inspirando todo el proceso que, aparentemente, ha conducido hasta él. Se puede preguntar si la definición canónica del significante —representando al sujeto ante otro significante— no es el resultado de la convicción previa según la cual tal entidad debe ser de tal modo que no se pueda encerrar en cualquier “universo del discurso”. De hecho, es inútil buscar aquí lo que precede y lo que sigue, porque en una batería axiomática no hay demostración que permita pasar de un axioma al otro, porque cada uno tiene el mismo rango de dignidad; el único punto necesario es que no entren en contradicción (y también que no se repitan inútilmente).
Pero, dentro de esta perspectiva, nos quedamos en el mismo eje de la disputa Frege/Hilbert: ¿la coherencia de la teoría basta para asegurarnos de que existan objetos (sujetos) que caigan bajo estas determinaciones?
Una lectura atenta de las formulas llamadas “de la sexuación” muestra esta puesta en juego de fórmulas universales (por excelencia y en todo su esplendor: ) con opciones de construcción del cuadrado lógico que permiten oponer esta afirmación universal, que en sí misma ya no implica ninguna existencia; y la particular afirmativa () cuyo trabajo, a partir de ahí, consistirá en afirmar la existencia de por lo menos un elemento (posiblemente muchos, a pesar de que nunca “todos”, siempre “no-todos”) que dice “no” a la función. Esta existencia en la particular afirmativa se caracteriza ahora por el hecho de que contraviene a la afirmación universal afirmativa según la cual todos dicen sí: en este tipo de cuadrado lógico promulgado por Lacan, afirmar la existencia (o negarla en el caso de la universal negativa) viene a ser lo mismo que negar el predicado o la función, tanto a la izquierda como a la derecha. Aquí encontramos con toda claridad una oposición casi perfecta entre universalidad (del lado del “todos”) y existencia (del lado del “por lo menos uno”), al contrario de lo que hay en Aristóteles tanto como en el sentido común, en los cuales la proposición universal siempre vale como afirmación fuerte de existencia; la existencia del caso particular no siendo sino una derivación de la existencia previa y dominante ubicada en la proposición universal afirmativa.
Oponer así, de esta manera, existencia y universalidad —lo que en un primer tiempo puede parecer simple y natural— lleva a consecuencias drásticas a partir del momento en que se nota que no se puede concebir un rasgo cualquiera que permita apuntar o enfocar a una estricta individualidad. La búsqueda de un significante que fuera “el” de un sujeto dado —del tipo “poordjeli”, para retomar el famoso ejemplo de Serge Leclaire— no es sino un engaño. Es claro que, por definición, cualquier rasgo puede pertenecer a algunos, y que no basta para aislarlo una estricta individualidad. La otra solución consiste en pensar que la colección completa de los rasgos que componen la historia íntima de un individuo es única: el conjunto de mis vivencias no pertenece a nadie más que a mí, y define así mi particularidad. Entonces, que ésta sea alcanzable, en pura teoría, suena muy bien. Pero tal conjunto me asegura sólo la particularidad de una colección de rasgos (como le gusta tanto a la psicopatología que alinea sin fin tales colecciones) sin garantizarme que haya algún sujeto para actuar todos estos rasgos —o ser actuado, no me importa aquí que sea activo o pasivo.
Aquí encontramos concretamente la diferencia sutil entre particularidad y singularidad, que tiene un valor especial en tierra lacaniana donde se ruega no confundir el yo en sus particularidades y el sujeto en su singularidad. En El notodo de Lacan,6 llamé la atención sobre el hecho de que, al dar ejemplos de su particular afirmativa, Lacan se contenta con ejemplos de dos casos de singularidades: el padre totémico (en sus seminarios) y el valor x igual a cero en la curva hiperbólica 1/x (en el Atolondradicho).7 En estos dos casos es claro que hay una y sólo una solución, lo que es propio de una proposición singular, y no de una proposición particular que trata de “algunos” (un “algunos” que puede alcanzar un “todos” en el caso del cuadrado lógico aristotélico, y que no puede alcanzarlo en el caso del cuadrado “máximo” elaborado por Brunschwig y adoptado por Lacan al punto de servir de base para el establecimiento de sus fórmulas).
En lógica clásica, lo propio de una proposición singular es sostener, al mismo tiempo, la existencia de lo que es predicado y el predicado mismo. Si digo: Sócrates bebió la cicuta, afirmo dos hechos de un solo golpe: que ha existido un cierto Sócrates, y que éste bebió la cicuta. Cuando fueron introducidos los cuantificadores en lógica, se volvió posible distinguir las dos cosas y escribir: “existe x tal que este x bebió la cicuta”, lo que ofrece la posibilidad de negar ya sea la primera proposición, llamada “existencial”, o la segunda, que ya no es sino la de la función, o sea, las dos al mismo tiempo. En un primer tiempo no parecen cambiar tantas cosas; pero aislar así la existencia permite hacer cálculos lógicos con los predicados sin preocuparse más de la existencia o de la no existencia del sujeto puesto así entre paréntesis, y que se encuentra tal cual al final del cálculo, con nuevos predicados si el cálculo lo ha permitido.
De ahí el hecho de que la pregunta: ¿Se puede concebir una ciencia del individuo? —tan importante durante siglos y siglos, al punto de oponer en serio a ciertos teólogos— ha cambiado mucho con la introducción de los cuantificadores. Ahora bien, si hay un saber que pretende tocar hoy la extrema singularidad de un individuo, bien puede ser el del psicoanalista, tal como Lacan lo puso en escena, enfocando más allá del síntoma, más allá de la estructura, lo que viene a habitar la pura presencia del analista: este “objeto a” que el mismo Lacan inventó para producir algo que escapa al concepto, que consecuentemente no tiene relación con ninguna unidad, en que el sujeto a falta de significante no puede sino desmayarse.
Esta tensión extrema entre la afirmación de enunciados universales que no implican la existencia de lo que predican, y esta existencia intersticial que se escurre de un elemento simbólico al otro y que niega cada uno para dirigirse hacia el próximo, fue, definitivamente, la de Lacan, arrastrado como estaba por su diferencia conceptual y práctica entre el sujeto y el yo (que casi se confunden en el mundo freudiano). Se puede pensar que su trilogía de partida (Imaginario, Simbólico y Real) lo había predestinado a sostener esta tensión con tal rigor, salvo que fuera lo contrario: que esta tensión —tan poética como filosófica, y tan de moda para alguien como él fascinado por Mallarmé— fuese lo que lo condujo a su trilogía. No tengo ninguna respuesta seria para tal pregunta.
Lo que sé bastante bien, es qué fue lo que me impresionó cuando desemboqué en Lacan en el momento en que pasé de hacer estudios de historia a estudios de semiótica, antes de sumirme en el psicoanálisis. La lectura de los Escritos, un poquito antes de 1968, en aquellos tiempos en que triunfaba en Francia una espesa realidad tan política como intelectual, me convenció de que un cierto psicoanálisis podía dar una oportunidad inesperada, por un lado, a un indudable rigor simbólico (absolutamente necesario para el estructuralista que yo intentaba encarnar, y que se transparentaba en un texto como “Paréntesis de los paréntesis”),8 y por otro lado, respecto a la existencia en tanto que no se reduce nunca a los rasgos que pone en marcha o que la mueven sin que lo sepa.
Cuando me arriesgué, algún tiempo después, a escuchar a Lacan en su seminario —era Le savoir du psychanalyste y …Ou pire (1971-1972); luego el inicio de los nudos borromeanos; y cuando lo escuché enunciar que las tres consistencias son iguales en el sentido de que el imaginario vale tanto como el simbólico, que vale tanto como el real, que vale tanto como el imaginario, etc., me sentí como en casa. Había como una promesa de que entre este tipo de saber y la verdad se mantenía esa pequeña discrepancia en la que se ubica la chispa de la existencia. Confirmaba también mi detestación de cualquier saber dogmático en el cual saber y verdad se confunden pretenciosamente, imponiendo una concepción de la “realidad” que no sufre ninguna crítica seria, como la de los burós políticos.
A través de este increíble apilamiento de saber que encontraba con los seminarios —que ávidamente nos pusimos a leer durante los años setenta— podía escuchar algo que el poeta ruso Ossip Mandelstam, muy joven en aquel entonces, había escrito en 1913, en un manifiesto del pequeño grupo poético que se llamaba “el acmeismo”, en lucha contra el movimiento del simbolismo que se había vuelto tan pesado por su abuso de formas estilísticas, su exuberancia de metáforas, su olvido de la vida a causa de su constante preocupación por el sentido. Como reacción contra esta rigidez mental, Mandelstam supo escribir, con la arrogancia natural de la juventud, el eje de su programa poético: “Ama la existencia de la cosa más que a la cosa misma, y tu propia existencia más que a ti mismo”.9 Algo difícil y casi paradójico, pero que resuena con este olvido de sí que acompaña el hecho de poder desprenderse del sentido tanto como el placer del chiste u otra inocencia de la lengua convocan. La cosa nuestra es la del sujeto, fugaz y frágil, que se aproxima sin fin, pero del cual no se puede decir mucho porque se confunde con la parte de incertidumbre de las cosas humanas y, en ese sentido, es nuestro aliado en la guerra cotidiana contra la enfermedad infantil y también senil del psicoanálisis: el cinismo del clínico docto vaticinando lo que va a ocurrir al sujeto.
- Intervención en la Escuela de Psicoanálisis Sigmund Freud de Rosario, en Rosario, Argentina, el 20 de Agosto de 2012. Escrito por Guy Le Gaufey directamente en español. [N. del E.]
- En las formas algebráicas se llama “invariantes” a lo que no cambia durante ciertas transformaciones.
- Constance Reid, David Hilbert, Springer-Verlag, Heidelberg, 1970, p. 34.
- Guy Le Gaufey, La incompletud de lo simbólico. De René Descartes a Jacques Lacan, tr. Graciela Siciliano, Letra Viva y Ediciones Lecol, Buenos Aires, 2012
- Gottlob Frege, Philosophical and Mathematical Correspondance, Basic Blackwell, Oxford,1980, p. 47.
- Guy Le Gaufey, El notodo de Lacan. Consistencia lógica, consecuencias clínicas, tr. Silvio Mattoni, Ediciones Literales y el Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2007.
- Jacques Lacan, L’étourdit (14 de julio de 1972), en: Pas-tout Lacan, disponible en francés en la biblioteca de la école lacanienne de psychanalyse en: www.ecole-lacanienne.net [En español: El atolondrado, el atolondradicho o las vueltas dichas. Título original: L’étourdit, versión castellana de Delmont-Mauri, Diana Rabinovich y Julieta Sucre, Escansión – Ornicar?, Paidós, Buenos Aires, 1984].
- Jacques Lacan, “Paréntesis de los paréntesis (1966) – El seminario sobre ‘La carta robada’”, en: Escritos 2, tr. Tomás Segovia, Siglo XXI editores, 10ª ed., México, 1984, pp. 48-55.
- Ralph Dutli, Mandelstam, Mon temps, Mon fauve, Le Bruit du temps, Paris, 2012, p. 93.