Benjamin Lévy
Traducción del francés por Jaime Ruíz Noé
Una cita de Jacques Lacan abre el último libro de Jean Allouch: “Mis alumnos, si supieran adónde los llevo, estarían aterrorizados”. Y si a menudo, cuando escribe, Jean Allouch parece malicioso, es porque en cada frase le hace intuir al lector hacia dónde se dirige Lacan. No tan opaco, el destino de la empresa “educativa” lacaniana es el infierno. El infierno del deseo, por supuesto.
Jacques Lacan y su alumno erizo. Transmaître, constituye tanto un acercamiento a Jacques Lacan —primero al maestro, luego al hombre, finalmente al psicoanalista— como una reflexión sobre el estatus de la enseñanza lacaniana. En cierto modo, el libro procede por medio de un enfoque, en el sentido fotográfico del término. Se trata de definir los contornos. Sin embargo, no tiene que ver, y es una suerte, con un esclarecimiento. Los contornos están bien dibujados, mientras que en el rostro de Lacan se alternan sombras y luces.
Sombras porque, desde el inicio, Allouch sitúa la cuestión en el plano de lo que sucedía entre el maestro y aquellos que él llamaba “mis alumnos”. Lacan no quería que estos últimos le soltaran. Quería alcanzar su lugar de destinación, pero con ellos. Si ya sabemos que un maestro es alguien con quien se camina, Allouch, yendo más lejos e inspirado por el gesto confuciano, se sorprende a riesgo de traicionarse de que este maestro pueda elegirle para caminar con él.
En las mismas condiciones, sería un poco como si Heródoto le hubiera pedido a Jacques Laca…rrière que lo acompañara en el camino, para que Lacarrière pudiera escribir De paseo con Heródoto, publicado unos meses antes de la muerte de Lacan. Menos asiduos o confiados que el discípulo helenista del historiador antiguo, algunos abandonaron a Lacan en el camino. No es el menor mérito del trabajo de Allouch haberse tomado en serio su partida. Se trata de precisar qué pudo haberlos separado de Lacan y qué los acercó a él. Este libro se afirma como el riguroso informe de una ambivalencia fecunda.
Para liderar el asalto a esta fortaleza de la “ambivalencia”, se convoca a Wittgenstein y Russell, Confucio y Yen Houei, los “estilos” de los maestros y las “reacciones” de los discípulos, enseñantes y alumnos, maestros de escuela y maestros de lecciones, en un movimiento que permite constatar todo lo que opone el “discurso universitario” al “discurso del maître [amo y maestro]”. George Steiner, autor de Lecciones de los maestros, asiste a la batalla.
En su obra, Steiner no ignoró la dimensión erótica que une al maestro con sus discípulos. Allouch toma el relevo y presenta varias facetas de esta erótica: Freud avergonzado por su demasiado asiduo discípulo Gattel; Freud seducido por la hija de Charcot; Lacan castrando a sus alumnos para sumergirlos en un baño familialista de piedad/lástima filial, o la solución clásica, es decir, obsesiva, que consiste en el trueque de lo erótico por un “pago de deudas”. De manera puntillista, se destacan los lineamientos del estilo de Lacan en su dimensión magistral.
No obstante, se plantea una cuestión: cuando Allouch nos juega una mala pasada e incorpora en su texto el extracto de un comentario sobre Confucio, alegando que uno pensaría que pretendía describir a Lacan, nos gustaría preguntarle: “Este texto sobre Confucio está fechado en 2002; ¿no podría haber sido escrito por un sinólogo, tan eminente como culpable de anacronismo, por haber visto y percibido a Confucio como un antiguo Lacan en retrospectiva del lacanismo?”. El ejercicio de engañar al lector podría volverse contra el prestidigitador y hacerle una nueva pregunta epistemológica.
El motivo de este cuestionamiento, sin embargo, deja de importar cuando Allouch contrasta dos esclarecimientos de Lacan: el de Pierre Macherey, “Lacan vacilante”, y el de Paul Audi, “Lacan ironista”. Sería aún de menor actualidad, en tanto que Allouch nos ofrece algunas páginas intrépidas, cuyo héroe no es otro que ese “alumno erizo” que le da título a la obra.
Desarrollando una metáfora no eriksoniana sino erizoniana, Allouch “se complace” [se fait plaisir], como dirían los jóvenes de hoy. Sin embargo, el autor está lejos de engrosar las maniacas filas de delatores de puercos demasiado épicos. Su fábula animalesca es instructiva y el apólogo es exitoso. Invitado a entrar en el “zoológico lacaniano”, el lector saldrá mejor advertido. Se habrá encontrado con los puercoespines de Schopenhauer y Freud, los erizos de Giraudoux y Canguilhem, pero también con un Lacan “hecho un ovillo” debido a Freud. El maestro, a pesar de darle la espalda, se convierte en discípulo. Y entendemos que hubiera preferido no serlo.
En el último capítulo, la fábula continúa, aunque pasa del registro animalesco a la escena durasiana. Duras ya había sido convocada para ilustrar las Nuevas observaciones sobre el pasaje al acto, publicadas por Allouch en 2019. Esta vez se movilizan ¡Ah, Ernesto! (primera versión del texto) y La lluvia de verano (segunda versión) para ilustrar la historia de un maestro “rebasado, luego desplazado”, según un vuelco que “no fue una simple permutación”. El maestro que le pide sus anhelos al niño Ernesto, resistente a la domesticación escolar, es quien movilizaría una docta ignorancia para ir más allá del saber escolar.
Una comparación de este capítulo de Allouch con algunas páginas de otro lector advertido de Duras (a saber, Michel de Certeau) es rica en enseñanzas. Demostrar que es posible “saber no sabiendo”, tal sería el gesto de quien, al negarse a asistir a la institución, enseña una sabiduría sin saberlo. Pensemos entonces en las consideraciones de Bion sobre la oposición irreductible entre el “místico” y el establishment.
Por tanto, es coherente que Allouch trate sobre el silencio y el callar, que son nociones eminentemente espirituales, en el capítulo final de la obra. Se presentan cinco tipos de silencios analíticos a través de los cuales “el analizante se pone a trabajar” para aprender “a hablar en tanto analizante”.
Aunque Allouch niegue que esta descripción de los cinco silencios analíticos tenga un alcance prescriptivo, esboza un método en el sentido griego del término: vía, ruta, camino. En efecto, la estela de Allouch se acerca al odos (camino) evocado en el segundo verso del Poema de Parménides o la ascesis que reclama Descartes en su tan poco cartesiano Discurso sobre el método. El trazado, sin embargo, se aparta de la proliferante y canónica literatura dedicada a los silencios del analista y del paciente por los autores del serrallo IPAísta o incluso —horresco referens— de los lacanianos. En otras palabras, a Allouch no le importa la “psicología psicoanalítica”.
Al final de la obra, la invitación a “no pensar”, ya esbozada por el autor en sus Nuevas observaciones sobre el pasaje al acto, dirige al lector hacia un horizonte llamado “inexistencia de la relación sexual”. Este libro no cierra ningún círculo, pero tanto Wittgenstein como Ernesto, Duras como Allouch o los protagonistas de El Rayo Verde de Eric Rohmer, se encuentran frente a una puerta que no hay que franquear para abolir las servidumbres magistrales.